Los comentarios de la entrada anterior fueron interesantísimos en perspectivas y matices. Hay muchos que merecerían comentarios específicos. Pero, por hoy, he seleccionado un tema que se repetía una y otra vez en casi todos: la Iglesia.

¿Qué es la Iglesia? Viene bien advertir qué respuesta tenemos in mente cuando hablamos de “la Iglesia”.

Varias veces, en conversaciones con diversos amigos, me he encontrado con numerosos casos en los cuales han dejado de ir a Misa o van con disgusto por diversas razones. La tendencia política del sacerdote, sus malos sermones, la ligereza litúrgica, la música espantosa, un edificio mal cuidado, etc. Obviamente muchas veces han intentado ir a otras iglesias, pero siempre “falta algo”.

La respuesta no pasa por ir a otras iglesias. La Misa no es tal o cual edificio, sacerdote, coro o etc. La Misa es (no es la definición estricta) Cristo mismo en cuanto renueva de modo incruento su sacrificio y se nos ofrece nuevamente con su cuerpo y sangre bajo los accidentes del pan y el vino. Por lo tanto, si vas a Misa, el mejor ejercicio sería que buscaras la peor iglesia desde el punto de vista humano, para acostumbrarte a lo sobrenatural. Busca el edificio que menos te guste, el sacerdote cuyo pensamiento y modo de hablar te cause urticaria, la peor música (o intento de ella) que perfore tus oídos. Si el sacerdote está incardinado en su diócesis, si la liturgia cumple con las mínimas exigencias de los signos y palabras exigidas por la Iglesia, y si el sacramento de la Eucaristía está realizado con las palabras y signos correctos, entonces es una Misa católica. Concéntrate desde el principio en el Santísimo, donde está realmente Jesucristo, y espera con santa ansiedad el momento de la consagración. Ya está. Nada más, ni nada menos. Allí está el milagro, lo sobrenatural, la esencia de la Misa. Si Dios te regala, además, un santo sacerdote con la elocuencia de San Ambrosio, una iglesia que nada tenga que envidiar a San Pedro, una liturgia como la que encontrarías en Santa Sabina en Roma, más órgano y canto gregoriano, entonces toma todo ello como un regalo que Dios te ha hecho, pero la falta de todo ello no tiene por qué disminuir tu Fe en el sacramento de la Eucaristía y en tu decisión de ir a Misa como parte de tu amor a Dios y sus mandamientos, independientemente de que el cura piense igual que Aníbal Fernández .

Se imaginarán a dónde apunto. La Iglesia es esencialmente sobrenatural. La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo. Su cabeza es Cristo y sus miembros son todos los bautizados. Su cabeza visible es el Papa y su jerarquía, a efectos de la sucesión apostólica y el Magisterio, son los obispos legítimamente ordenados. Esa continuidad apostólica es sobrenatural, porque está dada por el sacramento del orden y del bautismo, y por eso los sacramentos, milagros en sí mismos, son la savia de la Iglesia, aquello por lo cual se transmite ordinariamente la Gracia de Dios independientemente de las virtudes humanas de los miembros (decimos ordinariamente porque el Espíritu sopla donde quiere y cuando quiere). No sé si mi caracterización pasará algún examen de algún exigente teólogo pero lo que quiero decir es que la Iglesia es sobrenatural, y ello parece ser olvidado incluso por los creyentes. La Iglesia parece haberse identificado con sus circunstancias históricas. Pero la Iglesia, precisamente por su carácter sobrenatural, es la única que puede superar (no negar) la historicidad propia de cualquier realidad humana intersubjetiva. La Iglesia no es el acuerdo con Constantino, la Iglesia no es el Sacro Imperio, la Iglesia no es ni las cruzadas ni la inquisición, la Iglesia no es, tampoco, el estado del Vaticano. Hay que tener fe, precisamente, para ver que allí donde están los sacramentos, la comunión apostólica y la unidad con el Papa (que tampoco se identifica con tal o cual pontífice), allí está la Iglesia, aunque sea en las catacumbas.

Si la conclusión de esto es que la Fe en la Iglesia no debe temblar ni un milímetro por los escándalos humanos de sus miembros, y por ende la Iglesia sigue siendo siempre Una, Santa, Católica y Apostólica, porque su cabeza es Cristo y su sangre es la Gracia y los sacramentos, sí, esa es la conclusión. Y si la conclusión adicional es, obviamente, que la Fe y el amor a la Iglesia no disminuyen en nada por el dolor profundo al cual aludíamos el Domingo anterior, si, esa es la conclusión también. Pero cuidado: no estamos en la época de los Borgia, y aquí me juego en un tema no dogmático pero importante. Benedicto XVI es un santo varón, y su santidad incluye haber jugado un papel no tan popular como su antecesor. Ratzinger quiso varias veces renunciar como Prefecto de la Sagrada Congregación de la Doctrina de la Fe, y volver a enseñar teología, pero Juan Pablo II le rogó que no, y no le faltaba razón. Ratzinger fue la cabeza de la redacción de aquellos documentos doctrinales más odiados fuera y sobre todo dentro de la Iglesia, esos documentos por los cuales Juan Pablo II cumplía su rol esencial: confirmar a los hermanos en la Fe, Fe que resulta antipática y que no sabe ni debe saber de diplomacia o de política. Ahora Ratzinger continúa esa misión, y las críticas que recibe no son fruto de su candor y sinceridad, que yo admiro, sino del odio acumulado que ahora sale a la luz como estiércol no precisamente fertilizante. Ese odio encuentra en este espantoso escándalo la oportunidad magnífica para atacarlo e intentar que renuncie. No sabemos si Ratzinger, en cuanto humano, soportará todo esto, y rogamos que sí. Pero la Iglesia, en tanto Iglesia, no sufrirá un milímetro. El sacrificio de Cristo vive ahora en la Iglesia peregrinante y en el fin de los tiempos se verá todo el esplendor divino de la Iglesia triunfante.

Artículo original en el Blog de Gabriel Zanotti aquí.